Después de echar un vistazo a toda la planta baja, fui hacia los puestos de bacalao, cuando pasaba a la altura de uno de ellos, escuché una voz muy parecida a la de mi madre cuando se enfada: “a mí ni se te ocurra sacarme fotos, ¿eh? Vete a los puestos de mis compañeras, corre, tira”. La señora ni siquiera me miró para dedicarme su antipático, por no decir otra cosa, comentario. ¡Pero si ni siquiera tenía la cámara preparada para disparar, sólo paseaba! Noté como los ojos cada vez se me ponían más brillantes y a la misma velocidad que mi cara se ponía colorada como los mejores tomates de los puestos de frutería, aumentaba mi inseguridad.
Salía por la puerta dispuesta a tomarme algo en la tetería tan maravillosa de la calle Mañueta a ver si así renovaba fuerzas para luego continuar. Salía por la puerta cuando oí como Naiara, compañera de la asignatura y de la carrera, me llamaba. Llegaba con una sonrisa de oreja a oreja, como siempre y con esos ojillos casi cerrados típicos de las 9:30 de la mañana. Venía tan contenta ella, con sus 25 fotos ya hechas y hablándome maravillosamente de Daniel, el dueño de un puestecillo de ultramarinos del piso de arriba. Después de descargarme con la vendedora de bacalao me llevó a un carnicero muy simpático, me dijo, que se disponía a despedazar una enorme ternera. ¡Así era mucho más fácil! Allí la dejé, escuchando los apasionantes secretos del arte de vender carne y me fui a sacar otras fotos.
Encontré lo que buscaba… uno de los puestos más dulces del mercado no podía defraudarme de ninguna manera: pan, pastas y demás dulces. Naiara me propuso pedir permiso a las dependientas para entrar en el puesto y sacarle una foto a ella desde fuera fotografiando la escena. La vendedora más animada de las dos nos propuso algo mejor, que nosotras entrásemos y nos fotografiásemos. En seguida ella se animó y pasamos un buen rato. La vendedora más amable del mercado de Santo Domingo, sin duda.